Las figuritas de Federico (Guillermo Saccomanno)
WALTER, EL ENCARGADO DEL EDIFICIO, apenas pasa
los treinta, pero parece menor porque tiene facciones aliñadas y un cuerpo
macizo y fibroso que mueve con el desgarbo de un adolescente, vestido siempre
de buzo, vaqueros y zapatillas. Si alguien le habla, antes de contestar con su
voz aflautada y sumisa, Walter frunce las cejas y, al desviar la mirada, se
vuelve un chico tímido y asustado que se ve venir un castigo. Como ahora
Federico, acorralado contra la pared de la cocina, con las figuritas apretadas
en un puño que esconde en la espalda.
–Dame las figuritas –le sonríe Walter–.
Dámelas Federico.
Y Federico se pega a la pared:
–No, pa –porque cada vez que su padre lo llama
Federico y no Fede pone alerta.
La sonrisa de Walter es dócil, la misma
sonrisa que logra que el consorcio piense que Walter es un portero macanudo,
cumplidor y dispuesto. Pero a Federico no lo confunde.
Walter piensa que ese chico no sale a él. Más
bien, sale a la madre; tiene su carácter, sus ínfulas. Y, como ella, es
engañador y pretensioso. Morocho, cetrino, con ojos impasibles de gato y,
cuando le conviene, con los gestos tan rápidos y veloces como lengüetazos de un
sapo, Federico atrapa lo que desea y después vuelve a su quietud imperturbable.
Cuando está en el departamento, en especial si está su madre, Federico es un
muñeco que acapara todas sus atenciones. Gladys lo mima, lo consiente y le
habla con diminutivos, infantilizándose. Para ella, Federico es una mascota. Y
Walter un actor secundario que entró por equivocación en una escena que no le
correspondía.
Al pensar en estas cosas, Walter piensa
también que no olvidará esa vez que Federico le dijo a unos chicos que su padre
era el dueño del edificio. En eso, piensa, sale, a la madre, que haces unos
meses se hizo la cirugía estética y se tiñó de rubio. Aunque tiene la edad de
su marido, Gladys parece su hermana mayor. La operación y la tintura, en lugar
de rejuvenecerla, le agregaron años.
–Prefiero ser una mujer atractiva y no una
chica boba.–dice Gladys.
El matrimonio vino de uruguay hace unos años.
Vio en este balneario de la costa la oportunidad de ahorrar y progresar.
Teniendo la vivienda, se puede, pensaron. Y se gasta menos que en una ciudad
como Buenos Aires.
Walter tiene trabajo más fuerte en los meses
de verano, con los propietarios y los inquilinos de la temporada. Entonces,
además del mantenimiento del edificio, Walter se encarga de proveer las
garrafas de gas, los sifones y los diarios, y de cumplir cualquier otro pedido
que le hagan, por caprichoso que sea. En enero y febrero Walter duerme cuatro
horas al día porque de noche se emplea como sereno en un hotelito de la vuelta.
Hay que exprimir la temporada, dice. Recién en marzo respira tranquilo. Se
permite bajar a la playa, tomar sol y hacer algún asado en la parrilla del
consorcio, en el jardín trasero del edificio.
Durante todo el año, Gladys trabaja de
secretaria en una escribanía del pueblo. Tiene estudios secundarios y, a
diferencia de su marido, dice que le gusta leer y estar informada. Porque, como
ella dice, tiene una preparación. Todas las mañanas, para ir a la escribanía,
se arregla y se maquilla como si la oficina fuera una fiesta. Al terminar de
vestirse y maquillarse, no deja que Walter la toque. Lo esquiva cuando se le
acerca para darle un beso.
Desde que empezó a trabajar en la escribanía,
Gladys empezó a fumar. Como Walter le tiene prohibido fumar en el departamento,
lo hace en el hall del edificio. En las tardes de verano, mientras fuma un
cigarrillo tras otro, conversa con las turistas inquilinas, vecinas ocasionales
de la temporada.
–Nosotros somos gente de clase media –dice
Gladys–. Y esto es de momento.
Esto alude en particular al trabajo de Walter,
el departamento de un ambiente con kitchenette que ocupan en el contrafrente
del primer piso, un ambiente húmedo y sombrío que Gladys ha dividido con un
modular cargado de fascículos encuadernados, jarrones, estatuillas y
portarretratos que se exhiben como trofeos. El departamento resulta más estrecho
de lo que es por el espacio que ocupan la heladera con freezer cuatro
estrellas, el televisor y la videocasettera, la mesa y las sillas de estilo que
Gladys compró en un remate de Mar del Plata. En un costado, casi en un rincón,
está la cama de Federico. Del otro lado del modular, la cama matrimonial entre
dos mesitas de luz. A sus pies, en cada ángulo, hay dos sillones de algarrobo
con almohadones de cuadros verdes y rojos, una oferta que Gladys tampoco dejó
pasar. El balcón está protegido detrás de una cortina de voile crema. En los
meses de invierno, como ahora, Walter tiene más tiempo. Y está casi todo el día
en el edificio. Uno siempre encuentra que hacer, dice.
Mientras Gladys está en la escribanía, de
nueve a una y de tres a ocho, Walter se dedica a las cosas de la casa y a
Federico. Menos planchar, Walter hace de todo: lava, limpia, cocina, y ayuda
con los deberes al chico. El sueldo de Gladys es más importante que el suyo. De
este modo, si él la reemplaza en las cosas de la casa, pueden guardarlo casi
íntegro. A Walter no le molesta lavar, limpiar, cocinar y cuidar a Federico.
Hasta le encuentra gusto. Y le sirve para probar que, si quisiera, podría vivir
sin Gladys. Si los hombres se ponen, piensa, hacen mejor estas cosas que las
mujeres. Por ejemplo, las milanesas. Esta noche Walter va a cocinar milanesas.
Las prepara con un aire de ajo y perejil. Le salen menos aceitosas que a su
mujer.
Pero lo que hizo Federico casi le arruina las
ganas de cocinar.
Esta mañana vinieron en una camioneta los de la
cooperativa de electricidad a cortarle el suministro al inquilino del tercero
E. Es un polaco sesentón, alto, huesudo, que suele venir algunos días todos los
meses fuera de temporada. El polaco es un tipo huraño y solitario, lo que
explica que venga a la costa cuando está desierta. Por las mañanas y las tardes
sale a caminar horas por la playa y el pinar, sin importarle ni el viento ni el
frío. Si la temperatura es muy baja, el polaco sale enfundado en un viejo
sobretodo negro. Una tarde, Walter se lo cruzó en el bosque. Fue como una
aparición. Alto, el pelo más blanco que amarillo, con las solapas anchas de su
sobretodo negro levantadas y las manos en los bolsillos, el polaco venía hacia
él avanzando entre los troncos. Walter lo saludó como pidiendo disculpas. El
polaco le devolvió el saludo curvando apenas los labios delgados, clavándole
sus ojos casi transparentes, acuosos, irritados por el frío, en una mirada
penetrante. Alguna vez el polaco le pidió que le limpiara el departamento.
Cuando Walter lo hizo se sorprendió con la austeridad en que vivía el
inquilino. El departamento era de un ambiente, como el suyo, pero no tenía más
que una cama, una mesa y una silla incómoda. Y sin embargo, parecía una sala
enorme. Sobre la mesa había una radio portátil, una pila de cuadernos, libretas
y lápices. Walter curioseó. No pudo entender ni la letra ni el idioma. Prendió
la radio, sintonizada en Sodre, la de música clásica. La apagó de inmediato,
con temor, y enseguida dudó de que la hubiera encendido. Volvió a dejar los
cuadernos como los había encontrado y, nervioso, apurado, trató de limpiar el
departamento lo más rápido posible.
Todo lo que pudo averiguar Walter sobre el
inquilino se lo contó Gladys, que lo supo a través de la dueña del
departamento, una tendera del centro, cuyo hijo va al colegio con Federico. Lo
que pudo averiguar no fue mucho más de lo que la dueña sabía: el polaco es
descendiente de nobles, trabajó en un banco, se retiró y nadie tiene idea de
qué vive. Habla lo mínimo indispensable con un marcado acento extranjero y tono
imperativo. Walter piensa que por algo el polaco no tiene familia. Todo en él
es un misterio. Y así como después de habérselo cruzado aquella tarde en el
bosque Walter pensó que había sido una aparición, no una presencia real,
después de limpiar su departamento Walter había empezado a creer que allí
habitaba un fantasma, un espíritu poderoso y magnético que vigilaba sus
acciones y pensamientos aun cuando Walter no pudiera verlo.
Esta mañana, cuando Walter venía de hacer las
compras, vio la camioneta de la cooperativa, los peones de overol y el polaco
discutiendo. No había recibido la factura, protestaba el polaco. Por eso no
había pagado. Walter intercedió: Quizá se la habían enviado a la dueña, dijo.
Otras veces lo habían hecho.
Y eso había pasado. La cooperativa le envió la
factura a la dueña del departamento. Y ella, un mediodía, a la salida de clase,
se la había dado a Federico para que se la entregara a su padre y él al
inquilino. Pero Federico la había perdido.
El polaco volvía de sus caminatas al
anochecer. Entonces Walter lo obligó a Federico a tocarle timbre al inquilino y
pedirle disculpas. Esperaron juntos que el polaco abriera.
–Dice mi papá que me perdone –le dijo
Federico.
–No –dijo Walter–. Yo no digo nada. Usted es
el que perdió la factura. Y por usted casi lo dejan sin luz al señor. Así que
es usted el que le pide disculpas. No yo.
–Son cosas de chicos –dijo el polaco, con una
suavidad de la que Walter no lo hubiera creído capaz, revolviéndole el pelo a
Federico. Y después, áspero, como si esa dulzura hubiera sido una ilusión
óptica de Walter– : Déjelo en paz.
Y era una orden.
–Federico, a casa –dijo Walter. Se puso
colorado al decirlo.
El polaco no le dio tiempo a decir nada más.
Cerró con desprecio la puerta.
No es de hombres abusar de la fuerza, piensa
Walter. No hay que levantarle la mano ni a las mujeres ni a los chicos. Una
sola vez estuvo a punto de pegarle a Gladys, porque sospechó que lo engañaba
con el escribano. Después, por unas semanas, ella fue a trabajar sin
maquillarse ni pintarse los labios y se reconciliaron. Sin embargo, Walter no
quedó conforme.
Ahora, por encima de Walter, está la lámpara
de la cocina. Su sombra se proyecta sobre el chico como la sombra de un gigante
de dibujo animado.
–Perdoname, pa.
–Dame esas figuritas, Federico.
El chico da un salto, buscando la puerta del
departamento. Pero la kitchenette, aunque Gladys la llame cocina, no es más que
un pasillo angosto. Walter ataja al chico. Lo agarra de un brazo y lo aprieta hasta
que él abre el puño y las figuritas caen sobre los mosaicos.
–Levantalas –le dice.
Y el chico se agacha para juntarlas.
–Las tirás a la basura.
El chico lo enfrenta con la mirada de odio de
Gladys.
–Cuando mi padre me miraba a los ojos yo bajaba
la vista –dice Walter–. ¿Entendido?
De mala gana, el chico abre el placard
inferior de la mesada. Debajo de la pileta está el cubo de plástico anaranjado.
Federico tira las figuritas una a una.
–Todas –dice Walter–. Esa también
El chico se traga las lágrimas.
–Así me gusta –dice Walter.
–¿Me puedo ir?
–¿Dónde quiere ir?
–A jugar.
–Es de noche.
–¿Puedo ver la tele?
–¿Y los deberes?
–No tengo deberes.
–No me mienta, que se acuesta sin comer.
Después que Federico se sienta a la mesa con
el cuaderno, el manual y la cartuchera, Walter se apura a preparar la cena. Ya
son casi las nueve. Gladys debería haber llegado.
Walter pica el ajo, el perejil, rompe los
huevos y pela las papas, porque las milanesas las va a acompañar con puré. Tira
las cáscaras en la basura, sobre las figuritas en el fondo de la bolsa de
residuos.
Mañana por la mañana, piensa, cuando despierte a
Federico para ir al colegio, le dirá que puede sacar las figuritas de la basura
antes de que cambie la bolsa de residuos. Peor hubiera sido que lo mandara a la
cama sin comer. Una picardía hubiera sido. Porque las milanesas van a e
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